Ese día, había llovido.
No sería nada raro, sino fuera por la sequía que llevaba meses asolando ese lado del país. La venta de agua embotellada había aumentado de manera vertiginosa. Las piscinas no se habían abierto en verano, el agua se racionaba a conciencia, las fuentes ni siquiera emanaban agua. Miles de leones, querubines y damiselas portando cántaros se habían quedado sin la poca vida que corría por sus entrañas, y habían pasado a ser simples estatuas sin arte y mal esculpidas. El agua era un producto de lujo, y quién iba a decirlo cuando es uno de los sustentos básicos de vida. Se importaba agua del otro lado del país y de otros países, se cobraba como si fuera oro, y había superado al petróleo como oro líquido. Aquel que encontraba una fuente natural, se hacía millonario al instante. Pero pocos eran lo que lo hacían, y el agua no duraba más de un par de semanas.
Por cosas del Destino, su nombre era Iris. Ella era esa pizca de magia que todos ansiaban ver después de una tormenta, la mezcla de la lluvia y el Sol. Pero nunca había visto aquel fenómeno que le daba nombre. En parte porque siempre había estado enferma, en parte porque una vez sana empezó la sequía. No podía quejarse, sin embargo, estaba rodeada de miles de amigos, y su más fiel amante no la había abandonado desde que tenía conciencia. Los libros, sus amigos; su piano, su amante. Creaba la más bellas historias y melodías, tocaba siempre en las fiestas que sus padres organizaban, y organizaban muchas. Otra cosa que agradecer, el haber nacido en alta cuna. Iris era feliz. O eso creía; total, ¿cómo podía dudar de su felicidad cuando no ha conocido otra vida que la que se esconde en sus libros, en su piano, en las masivas fiestas llenas de personas demasiado mayores y cansadas de sus propias vidas y mentiras? Era feliz. ¿No? Eso le había enseñado su profesora, porque daba clases en casa, o mejor dicho, en cama. Le habían enseñado a conformarse, a que la vida en su cómodo hogar era lo mejor que le podía pasar. No había más para ella.
Pero no, en su más hondo ser, en lo que era ella en realidad, muy alejada de la fachada de niña pálida, enferma y buena, deseaba más. Deseaba conocer aventuras, conocer amistades, desengaños, traiciones, amores; deseaba vivir y dejar de ser una muñeca. Porque a eso se había reducido su existencia, a ser una muñequita de porcelana que sus padres cuidaban porque creían que el más mínimo indicio de aire podría tirarla y romperla.
Juntó todas sus cosas en un atillo, dispuesta a despegar cual cohete hacia la Luna. No había mucho allí: un peine que había pertenecido a su abuela materna, algunos vestidos que sabía que si vendía podrían darle de comer durante meses, sus libros favoritos, aquellos de tapas desgastadas de tanto leerlos, los ahorros de una vida enferma, que no era mucho a pesar de lo que podáis pensar, y los zapatos que nunca había podido estrenar. Miró el tic tac de nuevo y lo sintió retumbar en su pecho. Llevaba meses planeando aquello, y ahora que el día había llegado, no podía creerlo. Le sudaban hasta los sentimientos y le apretaban los pensamientos. Se mordió el labio para evitar que otro suspiro saliera volando de entre sus labios. Iris había nacido justamente a las 5:12 de la mañana, y a eso se reducía todo. Dentro de dos minutos, sería mayor de edad. Había pasado una vida entera y todos sus recuerdos eran de cuatro paredes blancas que hacían de prisión infantil.
¿Qué iba a ser de ella allí fuera? Nunca había hablado con nadie que no fueran sus padres o maestros, no sabía relacionarse, no sabía pedir, prácticamente no sabía hablar. Se sentía una niña a punto de dar sus primeros pasos, ¿qué pasaría si caía? Nadie iba a levantar, nadie iba a sujetarla. Alzó la mirada hacia el tocador, y vio el cabello cenizo caer sobre sus hombros, vio su palidez, su finura. Vio porcelana y podía ver cómo se rompía.
Y sonrió. Porque eso era todo lo que había querido siempre; tener libertad para romperse. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Las 5:11. Se levantó, temblando, y se echó las cosas al hombro. La carta de despedida perfectamente doblada sobre una cama echa a la perfección. Una última mirada a su prisión, y cerró la puerta. Una nueva oleada de sensaciones la inundó a la par que se alejaba de su habitación. Mientras bajaba por el pasillo, pensó en todo lo que era, pensó en todo lo que había sido, y pensó en todo lo que podría ser. Se enjuagó las lágrimas al pasar por el cuarto donde sus padres dormían plácidamente, pero continuó adelante. Bajó las escaleras, y entonces miró el reloj de muñeca, las 5:12.
Apresuró el paso, pero no corrió. Abrió con sigilo, con cuidado, la puerta principal, la que la llevaría al mundo. El aire entró como un coche de carreras y la golpeó, frío. Se aguantó las ganas de desistir, y en su lugar, dio un paso adelante. Y cuando pisó la calle y dejó atrás la comodidad de su hogar se sintió, por primera vez en sus 18 años de vida, viva.
Y mientras Iris comenzaba a caminar hacia el futuro, una gota cayó en su mejilla. No, no eran sus lágrimas, ya no quedaban de esas. Era lluvia. El día que Iris se fue de casa fue el primer día que llovió.